lunes, 16 de enero de 2017

"Inocencia"

Sin mediar palabra, me mordió el labio inferior estremeciéndome. Ya no me avergüenza decir, cosa que omití en su día, que temblaba levemente por la emoción y también por el miedo, pues no podía creer que mis fantasías de adolescente hacia mi idolatrada vecina Inocencia, aquella viuda de severo porte, se estuviesen convirtiendo en realidad. Notaba cómo sus turgentes senos se apretaban contra mí, a la vez que la cremallera de mi pantalón crujía intentando retener lo que ya no podía ocultar por más tiempo. Con delicadeza y sin dejar de mirarme, la abrió liberando a su inquilina, se acomodó sobre mi cintura dejando que me colase en su húmeda esencia, y sentí el espasmo de su cuerpo cuando con ambas manos le apreté las nalgas hacia mí. Jadeó de placer al embestirla con fuerza, mientras mis diecinueve años, ironías de la vida, dejaban atrás la inocencia.

Pepe Gallego

miércoles, 11 de enero de 2017

“El reflejo”


Apuñala mis ojos un reflejo que me mantiene obnubilado, absorto entre su brillante belleza y el miedo que apresa mis sentidos. No puedo moverme, tan solo mis desorbitados ojos capturan aquella visión que debería ser una pesadilla irreal. Pero estaba allí, mirándome a través del calmado reflejo que congelaba mi rostro.
¿Cómo he llegado a este punto?, ¿acaso lo pude evitar? El cerebro henchido de preguntas ansiosas por evocar las pertinentes respuestas me cuestiona sin cesar.

Frío. Sí, recuerdo que me desperté debido al entumecimiento que se había instalado en mi brazo izquierdo, el cual se hallaba por fuera del edredón. Debí destaparme durante la noche, así que mientras bostezaba y me quitaba los tapones de los oídos, introduje el brazo bajo las sábanas tratando de calentarlo. Estuve acostado algunos minutos más con los ojos abiertos, adaptándolos a la luz y armándome de valor para salir de la cama. Cuando finalmente lo hice, busqué atropelladamente las zapatillas dando pequeños brincos para evitar, en la medida de lo posible, la sensación helada del suelo de la habitación en mis desnudos pies. Temblaba espasmódicamente, por lo que traté de vestirme lo más raudo que pude con la ropa que utilicé la tarde anterior, pues únicamente me la había puesto para bajar a comprar al supermercado de la esquina, y aún permanecía colgada sobre el respaldar de una silla.
Poseía la mala costumbre de lavarme la cara y peinarme una vez vestido, en vez de hacerlo al contrario. Consciente de ello, varié mis hábitos al no ponerme la chaqueta, enfundarme la bufanda y coger llaves, móvil y cartera, como marcaba mi rutina diaria, y opté por entrar primero al cuarto de baño. Se me había olvidado dejar puesto el termo eléctrico, así que hube de asumir el tremendo desafío que suponía enjuagarme la cara con agua fría, teniendo en cuenta la baja temperatura reinante. Bueno, dentro de lo malo, debo decir que con ella logré mi propósito de espabilarme, aunque es difícil saber si fue debido a ello o por la extraña visión que tuve al levantar la cabeza. Por un segundo creí contemplar tras de mí una sombra de globos oculares abultados que me miraba a través del espejo, pero tras cerrar los ojos un par de segundos, volverlos a abrir y comprobar que tan solo veía el reflejo de mi rostro con las facciones hinchadas por el reciente sueño, comprendí que todo había sido producto de mi imaginación. Con el líquido elemento y un peine traté de aplacar el rebelde pelo que la mullida almohada había encrespado, y una vez conseguido no sin cierto esfuerzo y una pizca de paciencia, me envolví en las prendas de abrigo aventurándome al exterior y pensando en el sobresalto que me había llevado momentos antes con la sombra reflejada.
A pesar de los escasos grados me gustaba pasear por las mañanas, sobre todo ahora que me encontraba desempleado. Para mí era como una forma de cargar las pilas antes de afrontar las vicisitudes que el resto del día tuviera a bien plantearme.

Había salido del portal y bordeaba los setos en dirección a la verja que separaba el bloque de pisos de la calle. Pulsé el botón de apertura y un chasquido metálico me indicó que la cancela ya estaba abierta. Salí y en mi primera ojeada pude saborear el manto grisáceo que saludó el despertar de los fuenlabreños. Serían las ocho de la mañana y hasta ese momento no había reparado en que el ajetreo bullicioso de cada viernes, con repartidores acelerados por cumplir su itinerario de trabajo, o personas que andaban arriba y abajo abasteciéndose de compras para el inminente fin de semana, el ambiente destilaba una extraña calma, casi como los amaneceres de domingo en los que el silencio tan solo era interrumpido por el pedaleo de algún tempranero ciclista aficionado, o la cantinela ininteligible de algún juerguista rezagado.
No sabría decir por qué, pero tenía la impresión de que algo no andaba bien.
Atravesé la zona de aparcamiento entre los coches, que mostraban en sus empañados parabrisas la condensación por la helada nocturna, y al bordear uno de los vehículos vislumbré en el suelo una mancha seca, rojiza y oscura, que dejaba un reguero como si algo hubiese sido arrastrado. No creí oportuno pensar que fuese la consecuencia de una reyerta porque habría percibido algún ruido o vocerío durante la noche, aunque la verdad es que suelo dormir con tapones, por lo que era probable que no hubiese sentido ni oído nada. Pero de todos modos habría señales de presencia policial o acordonamiento de algún tipo, sin embargo no era así. Decidí seguir el rastro hasta la esquina del supermercado, pero allí se acababa bruscamente. Era extraño, pero tal vez montarían en un coche o ambulancia a la persona o animal que dejaba aquel rastro. Inmediatamente pensé que quizás estaba divagando demasiado y tan solo era pintura o algún producto que se le derramó a alguien.
Desistiendo de sacar más conclusiones sobre la susodicha mancha que a nada me llevaban, continué ascendiendo por el pequeño repecho de la Calle Luxemburgo, torciendo posteriormente por la Calle Bélgica hacia la izquierda y dejando a mi derecha el supermercado, pero todo permanecía solitario. Desde que salí de casa, anudándome la bufanda al cuello ante el gélido despuntar del alba, no me había cruzado con nadie. El Parque de Europa, junto al que transitaba caminando en ese instante, tampoco era una excepción. Hallábase vacío y tan carente de movimiento que parecía un decorado. Ni siquiera el habitual y alegre trinar de los pájaros que acompañaban las primeras luces del día, habían hecho acto de presencia en la desolación del lugar. Tan solo, a lo lejos, un rumor amortiguado llegaba hasta mis oídos, pero sus decibelios eran de una potencia ínfima como para hacerme una idea de la naturaleza o procedencia del mismo.
Imbuí las manos en los bolsillos de mi chaqueta corta, elevando un poco los hombros para tratar de retener una pizca más de calor corporal con el que combatir al intenso frío, y dejé que el vaho escapara a través de la tejida lana de la bufanda tras la que ocultaba nariz y boca, formando una densa bocanada parecida al humo que desprende una taza de cacao caliente.

Quietud, eso es lo que encontraba a cada paso. Mirase donde mirase, solo apreciaba la misma sensación de soledad, amparando aquel paraje desértico, y a mi modo de ver presidido por una tensa calma. Todo era como un pueblo fantasma sacado de un relato de terror. Sonreí al pensar en lo bien que lo habría descrito el maestro de Providence.
Pensando en ello, la mueca de sonrisa que mi boca dibujaba se fue difuminando tras la prenda de abrigo, pues fui consciente de que el único sonido que retumbaba en la vacía calle era el rítmico roce que provocaban mis zapatos en la acera al caminar. Estaba empezando a inquietarme, y a pesar de ser una persona que disfrutaba de mis momentos de incomunicación en los que daba rienda suelta a mis pensamientos, sueños y desvaríos, deseaba cruzarme ya con alguna persona. Sin embargo, conforme avanzaba, tan solo lograba sentirme cada vez más solo. Pero al mismo tiempo, comenzaba a notar que aquel rumor que escuchaba en un primer instante, aunque seguía estando lejano parecía hallarse más cerca, o al menos eso era lo que percibía yo. Tampoco habría que descartar a la propia sugestión, pues podría estar jugándome una mala pasada. Es fácil dejarse atrapar por la alerta que el cerebro crea ante un contexto y entorno que una situación nos puede provocar.
De pronto, un ruido a mí derecha hizo que me girara sobresaltado. Tardé unos segundos en localizarlo. Por una ventana abierta de par en par en el tercer piso del bloque que se hallaba al otro lado de la calle, apareció una mujer con ojos desorbitados que gritó:
—¡No!, ¡Dios mío, ayúdame!
Apenas me dio tiempo a asimilar los gritos de la señora, cuando algo que estaba tras ella en el interior de la vivienda, pero que no pude ver por estar en penumbras, alzó su cuerpo por encima del alféizar y este surcó el aire chillando hasta que el golpe sordo y seco sobre la acera hizo que el alarido cesase bruscamente.
Me quedé petrificado sin saber qué hacer. Mi primer instinto fue mirar hacia la ventana para ver al causante de aquella barbarie, pero nadie había en ella. Entonces decidí acercarme a socorrer a la mujer por si aún conservaba la vida. Al rodear el coche aparcado, vi su cuerpo estrellado en el pavimento junto a la pequeña valla de hierro rojizo que separaba los lindes entre la calle y la zona de viviendas. Era dantesco, su cabeza estaba destrozada y todo se hallaba salpicado de escarlata, por lo que comprendí que ya nada se podía hacer por ella. Las náuseas treparon peligrosamente desde mi estómago a la garganta. Me sentía impotente, primero porque no había nadie a quien pudiera acudir en busca de auxilio, y segundo por no poder evitar el fallecimiento de aquella señora que para colmo, y aunque solo pude ver su rostro unos instantes antes de caer, me resultaba extrañamente familiar.

Obligué a mis entumecidas piernas a moverse y me marché al trote de nuevo hacia la acera del parque, tratando de alejar mi vista de tan horrenda visión mientras sacaba mi móvil del bolsillo delantero izquierdo del pantalón para llamar a la policía, pero la pantalla destelló una potente luz, crepitó y de su altavoz comenzó a escucharse una respiración profunda y entrecortada, como de un animal que acecha a su víctima agazapado en una oscura cueva. Al instante, un halo eléctrico de brillante color verde rodeó el teléfono acalambrando mi mano, lo que provocó que lo soltase de inmediato y que cayera irremisiblemente, quedando diseminadas por el suelo tanto la batería como la tapadera posterior, al igual que varios trozos astillados de la carcasa y del cristal de la pantalla. Pero lo más inquietante era que el aparato continuaba funcionando, iluminado, rodeado de finas líneas eléctricas como si de un experimento de Nikola Tesla se tratara, y emitiendo aquel espeluznante aliento.
Me hallaba observando alucinado cuando de entre los árboles que rodeaban el parque, inició su serpenteo sinuoso una densa niebla aparecida de la nada, como si la propia vegetación la estuviese expulsando. Estaba tan atento al cambio repentino que se estaba produciendo a mí alrededor, que no había reparado en que aquel ruido amortiguado que llevaba oyendo casi desde que torciese por la esquina junto al parque, se escuchaba un poco más cercano. Pensé que debía proceder del final de la calle, pero no estaba seguro del todo. Dudé entre continuar o dar media vuelta e ir a casa a llamar desde allí a las autoridades a ver si sabían qué estaba ocurriendo, pero acabé descartando esa opción casi de inmediato, pues al mirar atrás todo se hallaba envuelto en la niebla y apenas lograba ver tres o cuatro metros más allá de mí en todas direcciones, excepto hacia el final de la Calle Bélgica. Estaba claro, no me quedaba otra cosa que continuar en la trayectoria de la cual yo intuía que provenía el extraño sonido.

Avancé por la calle, girándome a cada momento para otear la espesa bruma esperando ver algo que se me abalanzase. El miedo estaba germinando en mí al no saber qué me acechaba al siguiente paso. ¿Quién o qué lanzó a aquella mujer por la ventana? Aún guardaba en mi retina su desesperada petición de auxilio divino que por desgracia no llegó. Sacudí mi cabeza para centrarme en salir de aquella situación.
No había duda, el zumbido cada vez era más audible, lo que significaba que me estaba acercando a él. No podía ser de otra manera, la niebla se arremolinaba en torno a mí a excepción del frente que estaba diáfano, con una mortecina y grisácea luz diurna, pero completamente despejado.
Apenas veía el cartel debido a la espesura blanca, pero debía estar cerca de la pastelería, de la que en esos momentos me debería llegar su inconfundible aroma a pan y pasteles recién hechos. Tampoco oía el bullicio de la gente desayunando en el bar adyacente, con sus comentarios futboleros o las tertulias en que se arreglaba el mundo entre bocados de tostadas y sorbos de café, pero seguía sin llegar nada a mis oídos.
Todo era de una terrible calma que tan solo había sido rota, al menos en lo que a mí respecta, por la brusca muerte de la señora al caer desde la ventana.
¡Dios!, no podía quitarme de la mente la horrible visión de la mujer inerte en la acera. ¿Cómo iba a imaginar tal suceso cuando me disponía resueltamente a salir de casa?... Y por supuesto, tras ver todo lo que estaba aconteciendo, ya no tenía dudas sobre la mancha oscura con su reguero arrastrado que vi al abandonar el aparcamiento junto a mi bloque. Nada de pintura o cualquier otro líquido, era sangre, ¡estaba seguro!
¿Por qué no decidí volver a casa en el instante en que noté que algo no iba bien?... Siempre anteponía mi maldita manía por tratar de no alarmarme, de buscar una explicación elemental a todo lo que ocurre, de utilizar el raciocinio a una situación que francamente no tenía visos de ser lógica.
Sea cual fuere el motivo de tan singulares y extraordinarios sucesos, ya era demasiado tarde y no podía volver. Lo que quiera que fuese aquello que había apresado Fuenlabrada, jamás me permitiría desandar mis pasos, estaba completamente convencido de ello.
Mis ojos giraban frenéticamente de un lado a otro tratando de encontrar un vestigio de humanidad, o bien de mirar al terror cara a cara antes de que todo terminase y me diera muerte, pues tenía la certeza de que así acabaría ocurriendo.
Por mi mente correteaba velozmente la imagen de aquella sombra de ojos abultados que vi mientras me lavaba la cara en el espejo del cuarto de baño. Empezaba a creer que quizás no fue un producto de mi imaginación y sentí un escalofrío tan solo de pensarlo.
Una risa aniñada me sacó de mis enredadas cavilaciones. Detuve el paso tratando de escuchar su procedencia. Entonces caí en la cuenta de que venían de la escuela infantil ante la que ya debería estar transitando. ¿Cómo era posible que en aquella vorágine hubiese niños divirtiéndose como si tal cosa?
Era tal mi desconcierto, que tras discernir unos segundos llegué a la conclusión de que cualquier cosa era mejor que continuar rodeado de la amenazadora niebla. Me armé de valor y fui hacia la otra acera con la esperanza de encontrar vida. Si había infantes en edad de guardería, también era muy probable que estuviese alguna profesora. Tan solo era pensarlo y ya sentía alivio.
Al cruzar la calle, fui divisando poco a poco el cartel celeste y blanco de la escuela, con su dibujo caricaturizado de Charles Chaplin sobre fondo color canela en el centro. Al llegar a solo un par de metros de las ventanas del parvulario, las risas cesaron de inmediato. Agucé el oído para tratar de captar algo, pero la nada fue lo que recibí por respuesta. Aunque los cristales estaban empañados por la condensación que el frío y la niebla estaban ejerciendo sobre ellos, se podían vislumbrar pegadas por dentro algunas florecitas de colores recortadas, que a buen seguro eran el producto de las manualidades que el centro había creído oportuno imponer como actividades a los pequeños.
No dejé que el silencio soterrara mis esperanzas y decidí rodear los setos para encarar la blanca cancela de entrada lateral, que se hallaba entreabierta. Al observar el interior, pude ver un patio del que no lograba divisar el fondo al encontrarse inundado de niebla. El escenario se hallaba en un absoluto silencio, pero aun así permanecí inmóvil unos segundos más asegurándome de ello.
Decidido a adentrarme en el lugar, di dos pasos en dirección a la puerta de acceso a la guardería y volví a detenerme a escuchar. Nada, todo continuaba con un mutismo total. Respiré hondo y caminé lo que me quedaba hasta llegar, pero al hacer el amago de llamar me di cuenta de que la puerta solo estaba entornada, lo que indicaba definitivamente que el centro era operativo en esos momentos.
Tratando de dominar mi creciente temor, empujé la hoja con los dedos y esta cedió fácilmente emitiendo un pequeño chirrido de bisagras. Aunque la luz era escasa, la visión era buena comparada con la poca visibilidad exterior. Con cautela, me adentré en la estancia y recibí de inmediato la tibieza que probablemente desprendían los dos radiadores dispuestos en la pared frontal y derecha. El suelo estaba enmoquetado con un puzle de letras de colores en gomaespuma, y había piezas de madera de todas las formas geométricas esparcidas por él. En un rincón se encontraban algunos juguetes apilados, todos claramente didácticos, y las paredes pintadas de un suave color amarillo estaban decoradas con recortables de animales y flores de vivos colores. Un poco más allá en una esquina de la sala, se hallaba un perchero con abrigos pequeños colgados. Todo parecía normal excepto lo más importante, la ausencia total de niños.
¿Dónde estaban?, yo los escuché reír, y viendo el interior de la guardería con los radiadores encendidos y las prendas colgadas, era evidente que no podían andar lejos.
Entonces, como ocurre cuando notamos que alguien nos observa, viré la vista a la izquierda hacia donde estaba instalada la pizarra, y vi lo que había sido dibujado en ella. Noté que el labio me temblaba y cómo la sangre se retraía de mi cara dejándola macilenta.
Allí, torpemente ilustrada en el encerado como la haría la mano de un crío pequeño, estaba la silueta de la sombra de ojos abultados que había visto por la mañana reflejada en el espejo.
La angustia me comenzó a dominar y caminando hacia atrás sin dejar de enfocar la pizarra, llegué de nuevo a la entrada y sentí cómo se me erizaban los vellos de la nuca al escuchar a mis espaldas unas risas de chiquillos.
Lentamente, temiendo lo que me podía encontrar, giré la cabeza para mirar. Las burlonas risotadas de los infantes llegaban desde detrás de la espesa neblina al fondo del patio. Estaba agarrotado, parado ante el dintel de la puerta sin poder moverme. Me sentía atrapado. Miré de reojo hacia la cancela para iniciar la carrera y escapar de allí cuanto antes, pero en ese instante un raudo y rítmico rechinamiento me hizo escrutar las tinieblas del patio, viendo cómo emergía de entre la bruma un pequeño triciclo rojo que venía vertiginosamente en mi dirección. Salté hacia la cancela con una agilidad sorprendente, teniendo en cuenta el estado de shock en el que me encontraba, y escuché cómo el juguete se estrellaba contra el marco de la puerta en la que me hallaba momentos antes, al mismo tiempo que la cancela exterior se cerraba ante mí a toda velocidad.
Con todas mis fuerzas, tiré y empujé desesperado de sus barrotes repetidas veces para intentar abrir, pero era inútil. Mientras lo hacía gritaba pidiendo socorro con todo el torrente de voz que mi garganta era capaz de producir, a la vez que miraba atrás constantemente pero no lograba ver nada.
Resoplando, paré intentando recuperar el resuello. Tenía los dedos enrojecidos de mi violenta disputa con la verja intentando abrirla para marcharme. De reojo vi el triciclo rojo tirado de costado en el suelo con sus pedales todavía girando, pero las risas de los niños habían cesado. Estuve unos segundos inspirando y expirando violentamente hasta que recuperé un poco la calma viendo que el juguete se quedaba definitivamente parado. Respiré hondo una vez más e intenté pensar lo que hacer para huir de allí. Quizás la única manera de abandonar aquel lugar y llegar a la calle, era volver a entrar en la guardería y salir por una de las ventanas. Podría hacerlo si no miraba el dibujo de la pizarra que tanto me hacía palidecer. Al fin y al cabo solo era un dibujo, tenía que serenarme. Pero cuando comenzaba a hacerlo, llegó hasta mis oídos algo que me heló la sangre. Otra vez aquella respiración entrecortada casi gutural, que surgió minutos antes del altavoz de mi teléfono móvil, el mismo que funcionaba aun cuando estaba hecho pedazos. Pero ahora no sonaba metálico por emitirse a través del aparato, esta vez era real, muy real y llegaba desde la
estancia interior de la guardería. Aterrado, me apreté contra el frío hierro de la cancela, mientras esperaba ver aparecer de un momento a otro ese algo que acabase conmigo. Entonces, de manera inverosímil, la cancela cedió sin más y dando trompicones hacia atrás, me encontré de nuevo en la acera. Sin embargo, no me quedé a averiguar qué o quién emitía aquel sonido y corrí en dirección al final de la calle, tratando de alejarme de la guardería y la agobiante niebla.
Corriendo, mirando hacia atrás y transpirando profusamente, no sé si por la carrera, el miedo o ambas cosas, llegué a la rotonda y apoyé mis manos en las rodillas intentando recuperar el aliento. Tiré un poco de la bufanda para aflojarla y sosegar la sensación de asfixia, dejando que el aire llegara en mayor medida a las fosas nasales y el oxígeno transitara más fácilmente hasta mis pulmones. Sentía cómo el sudor corría por mi espalda empapándome la camiseta interior hasta alojarse en los riñones.
No llevaba en esa posición ni diez segundos cuando caí en la cuenta. El zumbido. Alcé la cabeza lentamente y mis ojos encontraron la magnífica Fuente de las Escaleras, que estaba enclavada en el centro de la rotonda y de la cual parecía proceder el sonido.
Como siempre, el agua salía de ella cayendo en forma de cataratas al suelo, pero su aspecto no era el habitual. Una gruesa capa de limo rezumaba por su estructura y ahora se asemejaba a aquellos lugares donde una edificación abandonada acababa siendo engullida por la naturaleza, dándole un aspecto sumamente peculiar.
Me percaté de que el zumbido había subido de intensidad, siendo ya más potente y rápido hasta el punto en que resultaba desagradable para el sentido auditivo. Ante aquel escenario no sabía qué esperar, pero mientras lo hacía noté que el agua se estaba deteniendo, caía como a cámara lenta. No salía de mi asombro al ver que el salto de agua usual de la fuente se estaba ralentizando, y fue aún peor cuando se paró definitivamente. Me froté los ojos, pues era incapaz de asimilar lo que veía. ¿Cómo era posible tal prodigio?
Pero no acabó ahí el fenómeno ni mucho menos, pues el agua comenzó a retroceder como si una invisible cinta transportadora la llevara de vuelta a la fuente, al tiempo que la niebla engullía la moderna escultura como si la estuviese arropando o escondiendo de algo.
Anonadado, asistí a ello con una mezcla entre pavor, incredulidad y estupefacción, sobre todo cuando el líquido elemento se combó hacia arriba y un caño enorme se dirigía desde la parte superior de la fuente hacia el cielo hasta perderse entre las nubes. Durante un tiempo que no podría determinar, pues no sé si fueron segundos o minutos, el chorro se mantuvo vertical hasta que el sonido cesó de pronto, las nubes se abrieron con una rapidez impropia para tal efecto meteorológico, dejando ver a pleno día la Luna en las alturas. Poco después la gravedad hizo su trabajo atrayendo hacia la tierra toda el agua. De súbito, un manto cristalino se desplomó permitiéndome apenas unos segundos para intentar protegerme del impacto cruzando los brazos ante mí. Cuando el torrente golpeó en la fuente y salió dispersada en todas direcciones con una fuerza inusitada, una de sus lenguas me alcanzó de lleno lanzándome a varios metros de distancia rodando por el suelo. Empapado, aterido de frío y dominado por el miedo, me comencé a levantar torpemente, tratando de recuperar la verticalidad y mirando hacia la Fuente de las Escaleras. La niebla se disipó deshaciéndose en algodonados jirones y entonces le vi aparecer escalando la estructura. El terror se apoderó de mí, sintiendo cómo la lengua se me pegaba al paladar y la boca perdía todo atisbo de saliva. Bokrug, con aquella mirada tan fría y amenazadora, me observaba directamente, como si me estuviese evaluando. El gran reptil acuático que habitaba en el lago de las tierras de Mnar, se había materializado increíblemente ante mí.
Me llegó en ese momento a la mente una revelación, pero no me dio tiempo a mucho más, pues la vista nublada es lo último que logro recordar.

Ahora, a punto de morir tirado en este frío charco de agua, veo esa revelación. Desde su mudez, sin emitir sonido alguno, unos rostros verdosos de ojos abultados, extrañas orejas y labios gordos y blandos, me observaban a través del reflejo ondulado. Era una visión tan horrenda, que no cabía en mí otro sentimiento más que la repulsión. Y lo peor de todo es que no podía dejar de mirarlos, era como si me encontrara hipnotizado por una fuerza oscura que dominaba mi cerebro. Probablemente mi cordura penda de un hilo en estos momentos, o por ventura haga algún tiempo que la perdí y me hundo cada vez más en los abismos de una conciencia perturbada y volátil. Ya no puedo dar nada por cierto, pero tampoco desterrar los hechos que acabo de relatar en un bis a bis con mi propia mente. ¿Será capaz alguien o algo, quizás la ciencia avanzada, de conseguir extraer de ella esta historia?... Sinceramente, lo dudo mucho. Además, siento que mi suerte ya está echada y la condena me rodea con sus putrefactos y viscosos tentáculos, ansiando finiquitar en mí todo vestigio de esperanza.
Sí, ya todo está perdido, aunque tal vez debería ser sincero y admitir que en lo más profundo de mí ser, intuía el final desde el mismo momento en que me vi reflejado aquella mañana en el espejo del cuarto de baño…

—¿Quién es este?, me suena su cara.
—¿En serio no recuerdas quién es?
—Ya te digo que creo haberlo visto antes, pero no lo pongo en pie ahora mismo.
—Es aquel tipo que salió en las noticias hace unos meses. Fue encontrado en la Fuente de las Escaleras.
—¡Ah, sí!, creo que ya recuerdo. Decían que estaba obsesionado con las historias de miedo de un escritor o algo de eso, ¿no?
—Sí, uno antiguo. No consigo acordarme ahora de cómo se llamaba, pero creo que era un hombre raro y poco sociable. Supongo que se identificaría con él.
—Sí, ninguno de esos tipos acababan bien de la cabeza, compañero. Recuerdo que vi un documental de la película de “Drácula”, y decían que el tío que escribió el libro original al parecer terminó viendo vampiros por su dormitorio. Que desastre…
—Bueno, supongo que mucha gente leerá esos libros y no por ello pierden la cordura. En mi opinión, esas cosas le ocurren a gente que ya está predispuesta a ello o que tienen una tara mental que en un momento dado de sus vidas se termina manifestando.
—Puede ser. Oye, cambiando un poco de tema, nunca he visto a nadie visitarle, ¿tiene familia?
—¿Familia?, veo que no recuerdas bien el caso.
—¿Por qué lo dices?
—Vamos, sigamos haciendo la ronda que se hace tarde. Te lo iré contando por el camino, no me gusta hablar de sus temas ante ellos. Quién sabe hasta qué punto pueden oírnos.

El blanco nacarado presidía las paredes de la estancia, mientras por la enrejada ventana se colaba el tibio sol de la tarde, rompiendo ese aire lúgubre que el cuarto tenía en los días grises que aquel crudo invierno había adoptado como habituales. El pijama celeste era testigo perenne de la situación irreversible de su estado. Ojos hundidos carentes de pestañas y con unas marcadas ojeras, delgadez casi famélica, tez mortecina… Daba miedo comprobar cómo se consumía su salud y se le extinguía la cordura, pues el muchacho tan solo tenía una obsesión, una ocupación. Durante las horas en que el sueño de los narcóticos no le vencía, observaba casi sin pestañear aquel pequeño espejo instalado en su habitación del sanatorio de salud mental, esperando volver a ver el reflejo que una vez surgió de él. Un reflejo que le arruinó la vida pero al que ya no juzgaba, simplemente lo esperaba. O quizás sería más adecuado decir que lo anhelaba. Ya solo tenía ojos para él, pues fue lo último que su mente captó antes de que la tormenta se instalara perpetuamente en ella.
Especialistas nacionales e incluso algunos foráneos de la más alta reputación, fueron incapaces de obtener nada de su mente. Intentaron todo tipo de técnicas, desde el hipnotismo hasta las regresiones, pasando por tratamientos experimentales no lesivos para su integridad física, pero todo fue inútil. Tan solo reaccionaba con ira, llanto e incluso agresividad cuando le era sustraído aquel espejo. Nadie sabe lo que ocurrió en el cerebro del chico en aquella fría mañana de diciembre, para que se desencadenara tan horrendo suceso. Cuando la policía lo encontró, estaba tumbado sobre un charco de agua bajo la Fuente de las Escaleras, con los ojos desorbitados y su teléfono móvil hecho trizas junto a él. Tras comprobar su cartera y obtener la documentación, llamaron a su casa pero nadie contestaba. Tuvieron que forzar la puerta para entrar y lo que encontraron fue realmente dantesco. En el cuarto de baño, el espejo hecho añicos. Junto a su cama tirado en el suelo, un volumen gastado y amarillento con las páginas arañadas y parcialmente arrancadas, de un relato que llevaba por título “La maldición que cayó sobre Sarnath”. Y en mitad del pasillo, un triciclo rojo volcado. Del mismo partía un reguero de color escarlata que llegaba hasta la cocina, y al final del cual se hallaban su madre, padre y hermana pequeña, que yacían inertes y con los ojos vidriosos.

Pepe Gallego