jueves, 29 de marzo de 2012

"¿Sueño o realidad?"



La desidia, la insatisfacción, el desasosiego, la amargura, el miedo. Todo ello atenazaba su espíritu. Un día más, una semana más. Hoy volvería a intentarlo pues no podía permitirse el lujo de rendirse, pero la realidad era que ya no tenía fuerzas y la esperanza se le escapaba como un árbol al que se le desprenden irremediablemente sus hojas caducas, o como un arroyo pierde su alegre fluir en la congelación pasando al áspero y seco crujir del hielo. Se miró en el espejo y observó el cansado rostro esculpido por las horas de vigilia, con marcadas y profundas ojeras, salpicado de ríos plateados en sus sienes.  Hacía tiempo que el insomnio había hecho presa en él. ¿Cómo era posible haber llegado a aquella encrucijada con apenas treinta y pocas primaveras?

Mientras pensaba en ello, la cuchilla de afeitar se deslizó por las sombras de su cara tratando de buscar algo de luz que poder ofrecer en su cita. Cuando la hubo dejado bien rasurada, dejó que el bálsamo la hiciera arder cual pergamino en el fuego. Con ayuda del peine y no sin esfuerzo, aplacó su rebelde pelo ondulado. Abatido, se colocaba el pantalón de elegante caída, el de su boda,  y anudaba sus mejores zapatos. Cogió la percha colgada en el pomo de la puerta del armario, que portaba una blanca e impoluta camisa planchada, colocándosela mecánicamente pues seguía inmerso en sus divagaciones. El reflejo del espejo le devolvía una imagen perdedora, o al menos eso era lo que él veía. Agachó la cabeza y se apoyó con ambas manos en el lavabo tratando de no derrumbarse una vez más. No hacía más que culparse por toda la situación, por todo lo que le estaba ocurriendo, por todo cuanto le rodeaba. Y la impotencia…Eso era lo peor, la impotencia de quemar sus naves un día tras otro con el mismo resultado, la nada.

Algo carnoso y húmedo rozó su mejilla.
–Te quiero, papi.
Alzó la mirada a su derecha y observo la candorosa carita de su hija, que le sonreía en brazos de su esposa.
–Yo también te quiero, mi vida le dijo mientras besaba su frente y le acariciaba su larga melena rizada.
–Anda, ve a elegir los muñecos que te llevarás a la “guarde” le convino su madre soltándola en el suelo. La chiquilla echó a correr alocada perdiéndose por el final del pasillo.
–No lo soporto - dijo él.
–No te culpes más, tú no podías controlar lo que ocurrió. Ni tú, ni ninguno de tus compañeros respondió ella.
–Pero debería haberlo previsto, anticiparme a la jugada y marcharme a otra empresa.
–No había razón para hacerlo, tenías un buen trabajo ella le decía esto mientras le anudaba la corbata.
–¿Qué será de nosotros?...La casa, el coche, todo embargado… ¡Pronto se llevarán los muebles!, ¿cómo puedes estar tan tranquila?
–Porque tengo una hija preciosa y al marido más maravilloso del mundo, ¿qué más puedo pedir? Todo lo demás es secundario, preocupante, sí, pero secundario y tendiéndole la chaqueta añadió –y ahora, cuando atravieses la puerta de casa, deja en ella tus miedos y tu vergüenza, solo ve a esa entrevista y muéstrate tal cual eres, con el mismo arrojo y seguridad con el que un día te acercaste a hablarme. Si conmigo funcionó, con ellos también puede hacerlo.
Él, con el pulgar de su mano derecha,  acarició el rostro de su esposa con dulzura. Pero unos instantes después, la faz se le volvió a ensombrecer antes de preguntar:
–¿Y si no me eligen?
Ella se acercó, le beso en los labios y le dijo:
–Tanto si te eligen como si no, yo seguiré estando aquí, a tu lado.


Un tintineo metálico sacudió su mente. Hacía frío, mucho frío. Mientras oía alejarse el inconfundible sonido de unos zapatos de tacón, pasó sus cuarteadas y deterioradas manos por los canosos y apelmazados cabellos entre los cuales se abría camino una incipiente calva. Al bajar los brazos, observó aquellas manos entre cuyos dedos destacaba una señal. Suavemente, como si frotara la lámpara mágica de un famoso cuento, acarició la marca donde una vez hubo una alianza. La nostalgia le hincaba sus profundas raíces en el corazón. Pero ya no sentía rabia, esta había sido derrotada por la tristeza y el desánimo. Sí, hacía tiempo que se había rendido. Se incorporó trabajosamente y trató de mitigar el nudo de su garganta como tantas otras veces, con un tetra brick de vino que guardaba celosamente bajo la raída manta. Con la torpeza provocada por sus rígidos y helados riñones, se giró sobre sí mismo y vio dos monedas. Alargó la mano para recogerlas arañando mínimamente la acera con sus uñas repletas del mundo que le rodeaba. Desplegó un cartón que tenía apoyado junto a la pared, se lo colocó encima y tosiendo profundamente hasta notar el sabor mezclado de la sangre y el vino, se dejó arropar por la implacable oscuridad. Hacía frío, mucho frío.


viernes, 16 de marzo de 2012

"El atardecer de un soldado"


El atardecer de un soldado

El globo anaranjado caía por el horizonte sin remedio. Así debía ser. Un fenómeno natural que cuando se apreciaba bien como en aquella fría pero clara tarde de enero, suponía uno de los espectáculos más bellos de cuantos el firmamento podía ofrecer. Eso lo sabía bien el muchacho que permanecía absorto en ese pensamiento mientras disfrutaba de aquella preciosa puesta de sol.
Tendido en el suelo, giró la cabeza y siguió avanzando apoyado sobre sus codos de manera lenta y sigilosa a través de la maleza. El suelo estaba duro y helado. El frío había penetrado en la tierra y la había convertido en un perfil áspero, como si de cemento se tratara. El color de su ropa de camuflaje le mimetizaba perfectamente con el entorno, pero al arrastrarse tenía que levantar ligeramente las rodillas para evitar alertar al enemigo con el sonido de siseo que provocaba el roce de su vestimenta contra el irregular firme.

De pronto, un potente y ensordecedor silbido barrió el aire. Como mucho fueron un par de segundos a los que la mente no pudo llegar tan rápido como la consecuencia. Aquel zumbido letal se transformó en proyectil de mortero, cuya onda expansiva envió al soldado literalmente volando por los aires yéndose a estrellar contra la parte baja de la copa de un árbol y cayendo posteriormente a los pies del mismo. El fuerte impacto dejó al chico sin respiración y con un pitido infernal en los oídos. Tras unos segundos de confusión, notó un dolor punzante en la parte izquierda del pecho. Tembloroso, se palpó el torso y encontró rápidamente la fuente de ese dolor. Un trozo de rama sanguinolenta sobresalía por su costado. Notaba el espeso ardor de la sangre caliente expandiéndose por la casaca. La rama había atravesado sus costillas lateralmente. Exhaló una bocanada de aire frío mientras trataba de sacarse con sus dedos ese pitido horrendo de los oídos.

Cuando comenzó a reparar en lo que le rodeaba, vio ante sí un panorama desolador. Muchos de sus compañeros yacían inmóviles en el suelo. Compañeros que horas antes habían almorzado a su lado jugando a las cartas, escribiendo a sus seres queridos o simplemente bromeando, ahora permanecían inertes sobre una tierra que ya se erigía en camposanto. Todo el lugar estaba destrozado y violentamente salpicado de escarlata. Él lo veía todo como a cámara lenta, en parte por la desorientación del impacto, en parte por su herida, pero también por la escena dantesca que estaba observando conforme se disipaba el polvo que se había levantado tras el furioso impacto del proyectil.

El pitido de sus oídos iba decreciendo y comenzaba a oír levemente, como si se encontrara a un centenar de metros del lugar, aunque quizás hubiese sido mejor que el pitido continuara pues lo que escuchaba solo era muerte y dolor.
Ante él, pasaba arrastrándose un chico con la mirada perdida, por cuya boca se desprendían cuajarones de sangre y saliva llenos de tierra, y que balbuceaba una y otra vez que quería volver a casa. Observó horrorizado que el muchacho tenía los pantalones hechos jirones a la altura de los muslos por donde asomaban dos trozos de carne desgarrada en el lugar donde debían estar sus piernas. Alargó la mano como tratando de ayudarle o darle un apoyo que no lograba concretar pues no sabía lo que hacer. Le volvió a mirar porque notó que había detenido su arrastrar y vio que ya no se movía ni hablaba. Sus azules ojos estaban vidriosos, con las pupilas dilatadas y mirando un punto indefinido que ya no veía. Había perecido.

El soldado apartó la vista ante aquel horror y miró a su derecha, de donde llegaban las voces amortiguadas de alguien que pedía a un médico. Era el sargento que trataba de hacer un torniquete con su cinturón a la pierna casi desprendida del teniente, que solo repetía sin cesar "los chicos, los chicos", en referencia a su batallón y sin percatarse de la gravedad de su herida.
El soldado vislumbró a unos metros a un chico lloroso al que reconoció de inmediato, pues era el soldado que montó guardia con él dos noches antes. El muchacho en cuestión llamaba desesperado a su madre mientras se taponaba inútilmente con sus manos el abdomen por el que las vísceras se desparramaban grotescamente. Mirase donde mirase, todo era como una pesadilla de la que no podía despertar, pues no era un mal sueño sino una triste y cruda realidad.

Con mucho esfuerzo y mientras se agarraba el trozo de rama que atravesaba su costado izquierdo, logró levantarse. Un compañero de la Cruz Roja advirtió su alzamiento y fue a socorrerle, pero declinó la ayuda y señaló a su compañero de guardia que seguía llorando y llamando a su madre, pues era evidente que necesitaba ayuda más que él.
Avanzó torpemente entre cadáveres, soldados ilesos que ayudaban a sus compañeros, gritos de dolor de unos, plegarias desesperadas de otros. Pero el muchacho tenía la vista fija en un punto. Miraba fijamente a aquella bola aplastada y anaranjada que se ponía en el horizonte. Al llegar a un claro del bosque, se arrodilló y disfrutó de aquel bello atardecer que probablemente jamás podría volver a contemplar. El poderoso fulgor de la gran estrella se reflejaba en sus ojos color miel, que centelleaban ante la impresionante estampa que la naturaleza le brindaba y que era totalmente opuesta a la que el hombre había provocado unos metros a sus espaldas.

Comenzó a temblar pues un frío antinatural se estaba adueñando de su cuerpo. Una mano fría de dedos huesudos, le agarró por el brazo diciéndole: - Vamos…ha llegado la hora. -
El anciano salió de su ensimismamiento y vio que seguía observando un bello atardecer desde la ventana del asilo. Miró de reojo a su interlocutor y suplicó:
- Por favor, déjame unos minutos más…los suficientes para ver este hermoso atardecer. -
- Lo siento, ya te concedí una tregua. -
- Lo sé…una tregua de cincuenta y dos años en los que he vivido y disfrutado de todo aquello que alguien puso a nuestro alcance - el anciano hizo una pausa y al instante formuló una pregunta - pero, ¿por qué a mí?...¿acaso te pudo la compasión? -
- No, yo no albergo ese sentimiento, amigo. -
- Entonces, ¿me estás diciendo que todo ha sido casual? -
- Podría contestarte que todo es producto del destino - y tras reflexionar unos segundos, prosiguió - pero no estaría siendo sincero contigo, o mejor dicho, te estaría mintiendo. Digamos que alguien me envió un mensaje para interceder por ti - en ese instante un trueno retumbó en la estancia. Un trueno sin relámpago, sin nubes, surgido de la nada.
- Creo que a ese alguien no le ha gustado que des explicaciones.-
- No…no le ha gustado. -

Ambos callaron durante unos instantes tras los cuales el anciano volvió a preguntar:
- Pero, ¿por qué yo?...no pedí ser salvado… ¡no pedí nada! -
- Precisamente por eso. En aquella escena había gente llorando, gente suplicando, gente propagando su miedo, gente que blasfemaba, gente que maldecía su impotencia, gente que abrazaba la fe como último recurso de aferrarse a un milagro que les devolviera la vida que se les escapaba… pero tú no, tú tan solo albergabas un pesar en tu corazón - el anciano levantó la mano para interrumpir y dijo:
- No sigas…mi memoria no está todo lo bien que quisiera, pero recuerdo todo aquello como si fuera ayer. Mi pesar es el mismo que tengo ahora mismo, que no es otro que perder la ocasión de volver a ver otro atardecer tan maravilloso como el que estoy contemplando en estos momentos… ¿acaso me equivoco? -
- No…no te equivocas, así es. -

Tras un corto silencio, el anciano agachó la cabeza y dijo ásperamente:
- Me siento privilegiado por ser agraciado con tan magnánimo regalo…vamos, como tú bien has dicho, es la hora - pero antes de que pudiera girarse, la helada mano de La muerte se soltó del brazo y se colocó en el hombro derecho del anciano al tiempo que le dijo:
- Espera…termina de ver el atardecer. -
El anciano sorprendido preguntó:
- ¿Es un gesto compasivo el que detecto en ti? -
- No…ya te dije antes que yo no debo albergar ese sentimiento. -
- Entonces, ¿estás negociando con él de nuevo? -
- No…además, yo nunca negocio, amigo… digamos que me apetece ver contigo el fin de este atardecer antes de conducirte a las tinieblas. -

El anciano sonrió, levantó la cabeza y siguió viendo la puesta de sol mientras una lágrima surcaba lentamente su mejilla. Con la voz rota y temblorosa, respondió:
- Gracias. -
La muerte apretó su hombro y ambos quedaron divisando en lontananza el mágico horizonte, mientras se dejaban bañar por la anaranjada luz que atravesaba la ventana de la habitación.
Pepe Gallego

Licencia Creative Commons
El atardecer de un soldado por Pepe Gallego se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

viernes, 2 de marzo de 2012

"El espíritu del tiempo" (de Tomás Lora)

Hoy me complace mostraros un relato rescatado del baúl de los recuerdos de nuestro amigo Tomás, el cual me ha pedido que lo editase con el placer que ello me produce. Además es inédito, por lo que tengo el honor de estrenarlo publicamente en este, como siempre os digo, vuestro blog.


  “El espíritu del tiempo”

Érase una vez un pueblecito acogedor y maravilloso, donde no faltaba de nada en su paradisíaco paisaje, desde sus imponentes arboledas hasta sus importantes restos arqueológicos, sin olvidar su majestuosa iglesia donde el sonido de sus entrañables campanas tañía cada domingo pudiéndose escuchar desde lo más hondo del corazón.
En aquel lugar se encontraba un niño de apenas nueve o diez años, que disfrutaba encantado de aquella vida que solo le proporcionaba alegrías, risas, dichas en aquellos parajes verdes bañados por el sol y que iluminaban sus ojos. Le gustaba ir a la estación de tren donde nunca más esperaban, partían y llegaban pasajeros. O pasear por las murallas que soñaba conquistar algún día con su espada en alza vestido de cristiano. En definitiva, aventuras inolvidables junto a su pandilla.
Pero este niño encerraba en su interior un secreto que guardaba celosamente. Hablaba por las noches con alguien un tanto peculiar, su gran amigo el espíritu del tiempo, que sin ninguna razón aparente se presentaba ante él confiándole su presencia, confidencias y sentimientos propios. Jamás se dormía sin que imperara su amistosa charla. El niño le contaba lo bien que lo pasaba diariamente. Infinidad de aventuras en su mundo carente de problemas. El espíritu se limitaba a escuchar las travesuras del chico y solo interrumpía muy de vez en cuando para opinar o responder las intrascendentes preguntas que el niño le hacía siempre sonriendo.
Una de esas noches mientras el niño se disponía a dormir, el espíritu se presentó por primera vez con el semblante serio y, tras sentarse a los pies de la cama, le preguntó mirándolo fijamente:

- ¿Eres feliz? -
- Claro que sí, espíritu. Mi vida es maravillosa, no puede ser mejor.-
- Algún día te darás cuenta de que este trayecto por el que avanzamos, no son todo alegrías. No sabes cuántas desgracias llevo presenciadas, cuántas guerras inútiles, cuántas enfermedades sin remedio, cuántas injusticias… -
- ¿Qué son injusticias? - preguntó curioso el niño.
- Es uno de los desagradables elementos que porta mi gran amiga, la vida - contestó sombrío el espíritu.
- ¿Tú conoces a esa señora en persona? -
- ¡Por supuesto!, la vida y yo somos inseparables - pero el chico ya se estaba adormeciendo cansado por la batalla de juegos que azotaba su cuerpo cada día. El espíritu sonrió y con un mágico soplo de aire arropó al chico y se fue difuminando hasta desaparecer.
 

Pasaron varios años y el niño iba adquiriendo una lógica experiencia con la que aprendió a valorar las exquisitas cosas que la vida le aportaba, desde las emociones hasta las aventuras salpicadas de aquel precioso paisaje que las adornaba. Todo iba quedándose grabado en su memoria a cuyos recuerdos no dudaba en acudir una y otra vez para rememorarlos.
Una noche, mientras el chico exhausto caía en su sueño profundo tras haber mantenido su charla habitual con el espíritu, éste mirándolo fijamente con ternura le dijo en voz baja:
- Algún día sabrás por qué vengo a visitarte, hijo mío. -
Pasaban los días y el niño gozaba la vida cada día y durante las noches el espíritu le iba inculcando que retuviese siempre en su memoria aquellos recuerdos que le reconfortarán, cualquier cosa que le gustase, por pequeña que esta fuera.
- Haz valer la vida que ahora ostentas, pequeño, porque los recuerdos y la nostalgia harán presa de tu corazón adueñándose de él - le decía el espíritu del tiempo al niño.

Con el pasar del tiempo el chico se fue haciendo mayor. Los juegos eran ya escasos, la diversión efímera y su visión de las cosas había cambiado. Los problemas acaecían sin avisar y el miedo al mañana dominaba su presente. Al cumplir la mayoría de edad, su situación laboral no fructificaba y los disgustos le ahogaban minándole la moral.  Una noche acostado en su  cama y mirando a un punto indefinido en el techo, evocó al espíritu del tiempo, su gran amigo, pero este no apareció. En la mente del muchacho brotaron la impotencia y las añoranzas de un ayer desvanecido que se había tornado oscuro e inquietante. Cada noche las lágrimas surcaban sus mejillas hasta ser engullido por el sueño. Hasta que una madrugada se presentó el espíritu y lo pudo sentir como una brisa marina que recorría todo su cuerpo. Antes de que pudiera abrir los ojos el espíritu le susurró al oído:
- ¡No te levantes!, deja que te transporte a aquello que tanto te gustaba, a esos momentos en que disfrutabas la vida en la que cada segundo parecían horas,  a aquellos instantes en los que te sentías capaz de hacer cualquier cosa. - El muchacho se dejó abrazar por esa felicidad verdadera  y llena de vitalidad que tanto añoraba, la única felicidad realmente sana, la de la niñez.
Cayó de esa nube de gozo y despertó. En la penumbra de su habitación pudo ver junto a la ventana al espíritu sonriendo mientras observaba cómo la lluvia se precipitaba contra el suelo. El muchacho se incorporó con los codos hasta quedar sentado en la cama y le preguntó:
- ¿Por qué has hecho eso?... ¿desde cuándo puedes hacerlo? -
- Puedo hacerlo desde siempre, no olvides que soy el espíritu del tiempo. Sin embargo, debo confesarte que es la primera vez que lo hago. -
- ¿Por qué yo?... ¿por qué me has elegido a mí? -
- Porque tu alma no está de acuerdo con este cambio tan radical y sé que lo necesitabas. -
- ¿Cómo puedes saberlo? -
- Porque siempre te he observado desde pequeño y vi cómo vivías cada acontecimiento, disfrutando de cualquier cosa. -
- ¿Y es eso malo, espíritu? -
- No para ti, pero quizás sí para tu nostalgia. -
- ¿Y eso incide en mi futuro? -
- Claro que no, pero puede cambiarse - y diciendo esto, el espíritu se difuminó mientras miraba con cariño al muchacho.
 
Pasaron cinco años y aquel hombrecillo se había convertido en lo que su gran amigo le dijo; la nostalgia lo carcomía, la melancolía se había apoderado de él y le inundaban las añoranzas a aquella vida, a esa tierra, a los verdes prados donde había disfrutado tanto y que ahora habían perecido ahogados por el asfalto. Echaba de menos, cómo no, a los amigos de la infancia que vivían una vida lejos de la suya y se habían convertido prácticamente en desconocidos.
En sus paseos tanto diurnos como nocturnos, la memoria siempre le llevaba a algún punto de su espíritu infantil que tanto añoraba, pues ninguna otra cosa le reconfortaba.
Solo y desamparado llegó a su hogar y en el silencio que invadía su soledad, se miró al espejo y observó como su alma salía de su cuerpo. Sorprendido pero contento por la rebeldía que su alma había mostrado, logró balbucear:
- Sé a lo que vienes.-
- ¿Por qué haces esto? - preguntó la desdoblada alma.
- Me has acostumbrado a una vida que ya no volverá - dijo el hombre.
- Lo sé, pero no puedo vivir en una vida pensando en otra - se quejó el alma.
- Estoy perdido en esta vida esperando regresar a aquella en la que era tan feliz - dijo el hombre agachando la cabeza apesadumbrado.
- Sabes que me gustaría volver pero es imposible. Tienes que hacer un hueco en tu mente para el hoy y el mañana, ¡compréndelo! - trataba de explicarle encarecidamente el alma.
- Todo lo que tengo es el ayer - dijo el hombre con los ojos brillantes tratando de contener las lágrimas. Entonces el alma desistió y entró de nuevo en él con ímpetu. El hombre levantó la mirada hacia el espejo y se vio a sí mismo llorando y sin saber qué hacer. Su mente se depositó en su gran amigo, el espíritu del tiempo.

Se acostó convencido de pasar la noche en vela hasta poder hablar con él, pero el cansancio por la espera le iba venciendo cada vez más. Cuando ya se encontraba abatido en el umbral del sueño, se presentó el espíritu del tiempo, pero lo hacía como nunca lo había hecho antes, lacrimoso y cariacontecido porque sabía lo que les aguardaba a ambos. El hombre se emocionó al verlo presintiendo que algo maravilloso iba a ocurrir entre la delgada línea que separaba el plano carnal del espiritual, así que se incorporó raudo y preguntó:
- ¿Sabes que ansiaba verte? -
- Sí, llevo esperando este momento desde tu niñez - dijo sombrío el espíritu.
- ¿Desde mi niñez?... ¿por qué me visitabas entonces desde pequeño? - preguntó sorprendido el hombre. El espíritu agachó la cabeza y tras unos segundos de reflexión, respondió:
- Cada vez que la gente analiza mi pasado siempre acaban volviendo al futuro. Me marcan fechas, horas, acontecimientos… siempre debo llegar y noto cuando un alma no se siente inmersa en esta carrera. De pequeño ya veía en ti cómo mirabas el ayer en vez del mañana, ¡y me estremecía pensar en lo que ahora veo! - a lo que el hombre respondió con voz suplicante:
- ¡Por favor, llévame a aquellos años en los que podía disfrutar de la vida! -
Tras ver que el hombre no se comportaba como los demás, el espíritu recobró la sonrisa y dijo:
- Lo haré. Así lo ha querido mi compañera la vida pues nunca te ha interesado de nosotros las cosas materiales que la gente pide normalmente para alcanzar la felicidad. Tan solo has pedido lo más natural que ambos podemos dar, la verdadera felicidad de la niñez. ¡Vamos, no hay nada de mí que perder! -

Tomás Lora

Licencia Creative Commons
El espíritu del tiempo por Tomás Lora se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.