Miraba las aguas deslizarse río abajo lentamente, sin prisa pero sin pausa, pensando que quizás ese torrente arrastrara mi amargura. Su calma contrastaba con mi desasosiego, con la locura que pataleaba mi cerebro, que galopaba entre mis sienes. Tenía que hacerlo, ¡no lo soportaba más!, eran demasiadas horas de vigilia, tortuosas sensaciones que se agolpaban en mis atenazadas cuerdas vocales, queriendo gritar un mudo lamento que nadie podía alcanzar a ver en mi fachada. Un corazón machacado por la desilusión, que se siente traicionado por su propia culpa, la que tuve y la que me volqué sin serlo.
Inspiré hondo antes de lanzarla pesadamente al líquido elemento. El nudo de mi garganta escaló hasta mis glándulas lagrimales segregando su salado néctar, inundándome los ojos y desparramándose irremisiblemente por mis mejillas, al ver su acartonado cuerpo comenzando a hundirse. Ahí se marchaba la parte más bonita de mi vida, esa que nunca creí que se separaría de mi lado.
Todo mi cuerpo temblaba incontroladamente víctima de las sacudidas de mi compungido corazón, que realmente sabía que una parte fundamental de su existencia se estaba separando de mí para siempre.
Las aguas se tragaron finalmente la caja de recuerdos, de preciosas fotos juntos, de regalos coronados con dedicatorias amorosas de ella hacia mí. No me importaba que la lluvia y un moderado viento racheado estuviesen azotando mi rostro. La pena me estaba abrasando de tal manera, que acabé introduciendo la mano en el bolsillo del chubasquero, buscando lo que ya había preparado por si la situación llegaba a ese punto de dolor insoportable. Extraje el bote de somníferos y con decisión, aunque temblando por el llanto que me invadía, desenrosqué la tapadera y volqué en la palma de mi mano derecha buena parte de su contenido. El vaho que emanaba mi boca era abundante, desparramándose a través de los jadeos que la tristeza provocaba.
Había tomado una decisión. La quería demasiado para soportar que ya no estuviese a mi lado, que otra persona se hubiese ganado ese derecho cuando yo lo había dado todo por ella, por ese privilegio que nunca esperaba perder. Mi obsesión era hacerla feliz, y yo sabía que otra persona podría quererla, pero ni de lejos como la quería yo.
Alcé la mano con el puñado de pastillas hasta la altura de mi cara. Miré al río donde ya no estaban aquellos recuerdos físicos, y cerré mis anegados ojos porque sabía que espiritualmente seguían allí, haciendo presa de mi corazón, clavando sus indelebles garras en mi cerebro.
Abrí la boca y me dispuse a terminar con aquella mierda de existencia en la que se había convertido mi vida sin ella. Un agudo y estruendoso pitido me sobresaltó.
- ¡Perdone!... ¡sí usted! -
Cerré la mano y la oculté como un ladrón que esconde la prueba del delito al ser descubierto in fraganti. Alguien me llamaba desde el interior de un coche, aunque al encarar la parte derecha de este hacia mí, la silueta de la persona que conducía y que parecía ser quien me reclamaba, quedaba en penumbras en el interior.
- ¿Es usted de la zona? -
Al oír la pregunta, su voz me sonó femenina, aunque no me atrevía a asegurarlo porque el sonido estaba amortiguado por la desagradable llovizna racheada y por el gorro de mi chubasquero. Me limité a asentir sin pronunciar palabra, pues aunque realmente no era un lugareño, sí que me conocía la zona relativamente bien, ya que me gustaba pasar fines de semana en casas rurales, y aquel lugar era de mis preferidos.
- Mire, es que he venido a visitar a mi tío y me ha prestado esta mañana el todoterreno para ir al pueblo, pero ahora con la lluvia me da miedo quedarme atascada en el barro al entrar en la zona boscosa de ahí delante, que precede la entrada a la casa. ¿Sería tan amable de decirme cómo se pone la tracción a las cuatro ruedas? -
Durante un instante dudé, y pensé que aquella persona no podía haber sido más inoportuna. Finalmente oculté todo lo disimuladamente que pude el bote de somníferos que tenía en una mano, y el montón de pastillas que tenía en la otra, en los bolsillos. Me acerqué a la ventanilla del vehículo y vi que efectivamente era una mujer de mediana edad, quizás treinta y tantos o eso me pareció en la penumbra del cubículo del coche, en la que entraba la escasa luz de aquel desapacible y gris día. Me observaba con unos grandes y vivaces ojos. Tragué saliva para que mi voz no reprodujese la congoja que la oprimía, y contesté:
- ¿Ve usted esa palanca de ahí? - le señalé con la barbilla, a lo que ella asintió - pues acciónela y ya tendrá activada la tracción a las cuatro ruedas. -
- ¡Muchas gracias! - contestó jovialmente, mostrando una amplia sonrisa de blancos y bien alineados dientes.
Me aparté del coche con intención de ir otra vez hasta la orilla del río en la que me encontraba antes.
- ¡Perdone! -
Me giré y vi que de nuevo aquella mujer llamaba mi atención.
- Mire, me da miedo adentrarme sola en el barro. Soy muy patosa y temo quedarme atrapada. ¿Le importaría acercarme usted, por favor?... serán solo unos doscientos metros más allá de los árboles. -
Hice un gesto con la cara para excusarme, porque no quería seguir perdiendo el tiempo, tan solo quería acabar ya con lo que había venido a hacer, pero ella no me dejó hablar.
- No le robaré mucho tiempo - me dijo con voz apremiante.
No me pude negar, así que rodeé el coche para montarme por su lado, y ella se bajó colocándose el gorro del chubasquero y dándome las gracias mientras se dirigía hacia la puerta del copiloto.
Me introduje en el coche, que permanecía arrancado, ajusté el sillón, pero me sentía incómodo porque la mujer me miraba directamente. Podía notar la intensidad de su mirada quemándome el lado derecho de mi rostro.
Metí primera y el vehículo se deslizó por el camino embarrado sin dificultad. Yo me concentraba en mirar al frente mientras pensaba en la extraña situación y en la inesperada irrupción de aquella mujer. La lluvia rompió en tormenta y al pasar la zona más enfangada, ya llovía torrencialmente. Sin embargo, el vigoroso 4x4 atravesaba el barrizal sin dificultad. Tras remontar una parte en pendiente del camino, vislumbré la casa. Ella me indicó que fuese hacia la derecha, donde se encontraba una especie de techado que debía hacer las veces de garaje. Cuando hube metido el coche totalmente en el mismo, paré el motor, quité el contacto y ambos nos bajamos del coche.
La muchacha se acercó a mí sonriendo.
- Muchas gracias, me ha salvado. -
- Tonterías - dije quitándole importancia al asunto - seguro que usted misma habría atravesado el camino sin dificultad. -
- No estoy yo muy segura de eso - dijo a la vez que echaba hacia atrás el gorro del chubasquero y aparecía una espesa y castaña melena. Entonces pude ver bien su rostro. Era una mujer muy guapa, y aunque tenía el rostro curtido, quizás fuese de una edad menor a lo que había supuesto, puede que unos treinta, pero no más.
Hizo un gesto con la mano dirigiéndose hacia la torrencial lluvia y me propuso:
- Oiga, no puede usted marcharse así, está empapado y llueve muchísimo… ¿Por qué no se queda un rato?, mi tío tendrá puesta la chimenea, podrá secarse y mientras tanto le puedo ofrecer un coñac para entrar en calor, ¿qué le parece? -
Mentalmente decliné la oferta, pero cuando iba a expresarlo con palabras, ella, como ya hiciera antes, no me dejó hablar.
- No aceptaré un no por respuesta - y lo decía con las manos metidas en los bolsillos posteriores de su pantalón y bamboleándose sobre las punteras de sus botas alzando y bajando rítmicamente los talones.
No debería negarme, pero me estaba impacientando que aquella persona no me dejara cumplir mi cometido. La verdad es que la lluvia me importaba una mierda, pronto estaría muerto, así pues ¿qué más me daba mojarme o pillar una buena pulmonía?
Finalmente tomé una determinación.
- Lo siento señorita, me tengo que ir. -
- ¿Por qué? - me dijo agarrándome del brazo con gesto apenado - ¿qué es eso tan importante que debe hacer, para empaparse atravesando este aguacero?, ¿es por las pastillas que lleva en su bolsillo? -
Enarqué las cejas, estupefacto, y antes de poder preguntar, me aclaró:
- Le vi ocultarlas cuando se sobresaltó al yo preguntarle. -
Bajé la mirada avergonzado y al mismo tiempo indignado. Pensaba mandarla a paseo, ¿quién era ella para cuestionarme de aquella forma tan indiscreta?, ¿acaso me estaba juzgando?
Traté de calmarme, la miré a los ojos reparando por primera vez en su intenso color miel, y comprendí que no quería mentir a la última persona que probablemente vería en mi vida. Así que tomé aire, lo expulsé lentamente y dije:
- Voy a confesarte una cosa. Cuando me has interrumpido, estaba a punto de tomarme ese frasco de pastillas. -
- ¿Y qué razón es tan deprimente para llevarte a esa determinación? -
- No lo entenderías - me excusé para no darle explicaciones de un tema tan embarazoso y personal como era el amoroso, y continué - tengo mis razones - y le entregué las llaves del coche, que aún las tenía en la mano, girándome para marcharme.
- Créeme, ella no merece que pierdas tu vida. -
Aquella afirmación me dejó petrificado, y antes de que pudiese reaccionar y preguntarle por qué había llegado a la conclusión de que era por amor, aclaró:
- Me has dicho que me ibas a confesar una cosa, y era que te ibas a tomar ese frasco de pastillas, ¿verdad? - asentí con la cabeza débilmente antes de que ella prosiguiese - pues ahora soy yo quien te va a confesar tres:
En primer lugar, te vi arrojar la caja al agua. Aunque me de vergüenza admitirlo, llevaba un rato observándote desde la esquina del camino. En segundo lugar, no he venido a visitar a mi tío, vivo aquí sola desde hace muchos años. Y en tercer lugar - se levantó las mangas del chubasquero y mostró sus cicatrizadas muñecas diciendo - se lo que es desesperarse por amor, y créeme, no merece la pena. -
Fue como un shock para mí, no podía creerme que aquel bello y afable ser, en algún momento había llegado a mí misma conclusión, la de quitarse la vida.
Ante la incapacidad para digerir la situación, debatiéndome entre quedarme o irme, le pregunté:
- ¿Tienes algo más que decirme? -
- La verdad es que sí - contestó muy seria. Hice un gesto con las cejas esperando su respuesta, y al instante me la dio - que sé perfectamente cómo se pone la tracción a las cuatro ruedas de mi coche. -
Me hizo reír y automáticamente ella sonrió y añadió:
- Eso ya está mucho mejor… ¿Me aceptas ahora ese coñac? -
- Antes debo hacer una cosa - le contesté y su rostro se tensó con una mueca interrogante. Introduje mis manos en los bolsillos, saqué las pastillas y las introduje todas en el bote.
- ¡Tíralas! - me apremió con preocupación.
- ¡Tranquila!, las usaré para lo que son, para dormir cuando me hagan falta, nada más. -
Entonces con un movimiento rápido, me las arrebató de la mano y con una sorprendente fuerza, lanzó el bote por los aires hasta perderse entre la maleza.
- ¡Vaya! - dije con sorna - creo que si algún mapache lo encuentra, va a colocarse por una buena temporada. -
- Para dormir, solo necesitas estar cansado - me replicó ella con media sonrisa, agarrándome de la mano y conduciéndome hacia la entrada de la casa.
Pepe Gallego
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Aunque uno nunca está del todo a gusto con lo que escribe, o al menos en mi caso, pues siempre creo que se puede mejorar, quizás este sea uno de esos relatos a los que le guardo más cariño, dándose la curiosa circunstancia de que quizás sea uno de los más desconocidos que tengo. Ya ves, Cosas de la vida...jeje.
ResponderEliminarVaya, menudo descubrimiento tu escrito. Me ha encantado. El ritmo de la historia es perfecto, va arrastrando sin que la tensión -que existe- rompa nunca el aire melancólico del relato. Seguiré de tanto en tanto, dando vueltas por tu blog. Un abrazo. :)
ResponderEliminarMuchas gracias por leerlo y participar Mayte. Seguiré esforzándome para tenerte por aquí cuantas más veces mejor. ¡Un saludo! :)
EliminarPrecioso !!
ResponderEliminarMe siento en tu rinconcito a leer tus textos.
Un abrazo!
Muchas gracias, Ana. Espero que los disfrutes tanto como yo lo hice escribiéndolos. ¡Saludos!
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